sábado, 26 de abril de 2008

La fuerza de la palabra

Hacernos más humanos es hacernos mejores

Estuve presente el pasado martes día 22 en el acto de entrega de los premios de Castilla y León en ocho modalidades diferentes entre las que se encontraba el de las Ciencias Sociales y Humanidades concedido al insigne leonés nacido en el Bierzo Valentín García Yebray el de la Restauración y Conservación del Patrimonio que había correspondido al músico zamorano Miguel Manzano, autor del Cancionero Leonés y que es la persona a la que principalmente quise acompañar ese día pues, en mi calidad de presidente de la Diputación en los tiempos en que Manzano recopiló pueblo por pueblo los seis tomos de nuestro cancionero que se ha convertido en referencia dentro de su género, tuve el honor de presentar en la Consejería de Turismo de la Junta la candidatura de Miguel Manzano a este premio encabezando una relación de otras seis firmas entre las que se encontraban personas tan ilustres como el poeta leonés Antonio Gamoneda.

El acto del día 22 fue toda una demostración de poderío por parte de los organizadores: más de mil invitados que abarrotaron el auditorio “Miguel Delibes” de Valladolid y que reunió a toda la “jet” de nuestra Comunidad: políticos, ex-políticos, empresarios, periodistas y un largo etcétera.. También hubo ausencias señaladas como la del alcalde de León y la procuradora de Valencia de Don Juan. La única representación coyantina que había, salvo error u omisión, era la del gerente de CERANOR, Alfredo Martínez Cuervo, con quien tuve el honor de charlar relajadamente unos minutos.

La ceremonia en sí estuvo bien, destacando en positivo el discurso de Gustavo Martín Garzo en nombre de los ocho premiados y la actuación del cantautor leonés AmancioPrada. Se ajustó al guión cumpliéndolo exquisitamente la Consejera María José Salgueiro. En negativo debemos situar la intervención del presidente Herrera aunque debemos reconocer que también respondió seguramente a las expectativas de la mayoría. Pronunció un discurso insulso, sin vida y sumergido en un trasfondo político que chocaba con la altura del acto protagonizado por ocho personas o instituciones que daban al ambiente un halo de vitalidad y humanismo que dejaba al descubierto la mediocridad de un presidente que se dedicó a resaltar la labor de la Junta y a hacer reivindicaciones tan inoportunas como pedir la transferencia de las competencias sobre la cuenca hidráulica.
Todo lo contrario que la actuación de Amancio Prada cuya valía humana y artística nos es más conocida y, sobre todo, de Gustavo Martín Garzo, a quien conocía y admiraba por sus escritos pero al que no había tenido ocasión de ver y oír personalmente. Su intervención me pareció bella, emocionante e instructiva a la vez que tremendamente crítica con algunos aspectos de nuestra sociedad. Pero hasta en eso fue ejemplar pues demostró que hasta la crítica más dura, si sale de un profundo convencimiento y se hace con el respeto y la dulzura con que la hizo él, no puede ofender a nadie sino únicamente animarnos a todos a mejorar la situación. Para que mis posibles exageraciones puedan ser corregidas por la visión más realista de todo aquel que esté interesado en el tema quiero adjuntar a esta entrada el texto completo del discurso [ver comentarios] resaltando el párrafo del mismo que más me llamó la atención y que fue el siguiente:
“.. Al hombre no le basta con vivir, sino que quiere tener una vida hermosa, una vida dotada de sentido. Queremos satisfacer nuestras necesidades y deseos, pero también tener un espacio para el absoluto. Durante miles de años, agobiado por el peso de sus necesidades y carencias, el hombre buscó ese absoluto fuera del mundo. Pensó que había otra vida, un reino de plenitud más allá de las nubes, por el que había que sacrificar el nuestro para alcanzar la salvación. Hoy sabemos que la salvación no se encuentra en el más allá, sino aquí y ahora. El reino está en nosotros y nuestra misión es civilizar el infinito, hacerle caber en nuestras pequeñas vidas.

Pensaba yo al oír esto que cuántas veces a lo largo de la historia expresiones parecidas han sido causa de condenas a toda clase de suplicios. Algo hemos avanzado. El conjunto del discurso fue de los que dejan deseos de volverlo a escuchar o, si ello no es posible, al menos a leer, meditar y disfrutar con detenimiento, ya que es a la vez un bello canto al humanismo y un atrevido cuestionamiento de nuestros esquemas mentales y éticos y de la evolución que estos están sufriendo en nuestros tiempos.

Pero además fue una demostración evidente de que todavía se conserva la “fuerza de la palabra” en un mundo en que a veces da la sensación de que ese poder que tuvo en otro tiempo se está perdiendo en medio de la palabrería vacía, insulsa, hipócrita, cuando no claramente mentirosa, que ha invadido campos tan nobles de la actividad humana como pueden ser la política y el periodismo. Martín Garzo nos recordó que la palabra puede todavía entretener, emocionar y convencer en la línea de su verdadero sentido: servir de vehículo de comunicación entre las personas y contribuir a hacernos más humanos, que es la única forma de hacernos mejores.

1 comentario:

  1. Discurso pronunciado por Gustavo Martín Garzo el día 22 de abril de 2008 en el Centro Cultural “Miguel Delibes” de Valladolid con motivo de la entrega de los “Premios Castilla y León 2007”


    Excelentísimo Señor Presidente de la Junta de Castilla y León
    Excelentísima Señora Consejera de Cultura
    Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades
    Señoras, Señores:

    Estos días de atrás, mientras pensaba qué iba a decirles hoy, en este acto tan solemne, me acordé de un hermoso libro titulado El elefante verde. Fue escrito por dos escritores húngaros, los hermanos Nicola y Giorgio Pressburger, y sólo es un hermoso un cuento, una de esas parábolas que nos sirven de guía y nos ponen en contacto con las verdades sencillas de la existencia. Y pensé que podía estar bien que se la contara en nombre de todos los premiados, como si la mejor forma de mostrar nuestra gratitud fuera ofrecerles algo bello. Ese es el poder de los cuentos, ponernos en contacto con la belleza del mundo. Los cuentos nos dicen que no estamos solos, que la vida es una corriente inmensa que compartimos no sólo con los otros individuos de nuestra especie, sino con los animales y los bosques, con las dunas de los desiertos y los cielos salpicados de estrellas. Y que no es posible que hayamos nacido para ser desdichados.
    De eso habla mi historia, del anhelo de felicidad. En ella un comerciante judío tiene un sueño en que ve a un elefante verde en el patio de su casa. Acude al rabino, y éste le dice que ese sueño significa que en su vida, antes o después, tendrá lugar un prodigio. El hombre espera interminablemente, pero los años transcurren en medio de todo tipo de problemas, y el añorado prodigio no termina de producirse. Por fin, y en su lecho de muerte, llega a una conclusión: ese prodigio, que ya no sucederá en su vida, lo hará en la de su hijo. Le manda llamar y le confiesa el secreto que le ha acompañado a lo largo del tiempo, diciéndole que ahora es él quien debe esperar a que la promesa se cumpla. Y así lo hace, aunque con el mismo éxito que su padre, pues también él esperará un año tras otro en medio de las mayores calamidades, pues su vida coincidirá con el auge del nazismo y el exterminio de los judíos, y también él cuando ya sea un anciano tendrá la convicción de que serán sus hijos gemelos los que verán realizarse en sus vidas lo que tanto ha esperado. La novela termina con esta tercera generación, y a esas alturas ya hemos descubierto que la pregunta acerca del sentido de ese sueño no importa demasiado. Algo nos dice que el prodigio ya ha tenido lugar, que tiene que ver con que ese sueño haya llegado a existir, y que los adultos se lo hayan transmitido a sus hijos. Haber tenido un sueño portador de esperanza y, aun no sabiendo lo que significa, no querer que se pierda, ese es el prodigio.
    ¿Tenemos nosotros muchos sueños así? Occidente puede considerarse un oasis de bienestar en el mundo de hoy. Valores como la desvinculación de política y religión, la igualdad legal de sexos, razas y credos, la instauración del sufragio universal, son conquistas de las que debemos enorgullecernos. Pero basta con asomarse a las residencias de ancianos, visitar los arrabales de nuestras ciudades, o percibir el grado de feroz competencia del mundo empresarial, para que ese entusiasmo se enfríe. Somos sin duda el pueblo más poderoso y rico de la tierra, pero ¿de verdad somos el más justo? Hay otros valores: la hospitalidad, la curiosidad ante el viajero, el amor a los ancianos, el diálogo con los animales y las fuerzas de la naturaleza. “Haz dulce tu camino, dijo Isaías, y recibirás una melodía”. Es la dulzura de las melodías que se cantan mientras dura el camino de la vida la que debe dar cuenta del verdadero valor de los pueblos, no la opulencia de sus mercaderes.
    Octavio Paz dijo que la poesía vuelve habitable el mundo, y eso son nuestros sueños: cabañas que levantamos en la noche para cobijarnos del frío y escuchar las voces de los demás. Al hombre no le basta con vivir, sino que quiere tener una vida hermosa, una vida dotada de sentido. Queremos satisfacer nuestras necesidades y deseos, pero también tener un espacio para el absoluto. Durante miles de años, agobiado por el peso de sus necesidades y carencias, el hombre buscó ese absoluto fuera del mundo. Pensó que había otra vida, un reino de plenitud más allá de las nubes, por el que había que sacrificar el nuestro para alcanzar la salvación. Hoy sabemos que la salvación no se encuentra en el más allá, sino aquí y ahora. El reino está en nosotros y nuestra misión es civilizar el infinito, hacerle caber en nuestras pequeñas vidas.
    Es lo que nos dicen los cuentos, que la vida es un don que debemos conservar y cuidar. Todos nos dicen que debemos estar agradecidos, que debemos dar las gracias porque existan los ríos, los perros, la música y los niños. Todo eso es sagrado y nadie tiene derecho a ultrajarlo. Algunas gentes, no es posible saber por qué, están enemistados con las mejores cosas de la vida. Por eso es importante contar cuentos a los niños, para que cuando sean mayores no sean como ellos. La voz que se escucha en los cuentos es la voz del cuidado, no la de la muerte. Y para eso deben servir los nuestros, para hacer más plena y clara la vida que compartimos con los demás. Si invitamos a comer a alguien querido, tratamos de disponerlo todo buscando complacerle. Ponemos una hermosa mesa, encendemos velas, le ofrecemos los alimentos y los vinos mejores. Todo nos parece poco pues, como pensaban los antiguos griegos, hasta un mendigo puede ser el disfraz que utilizan los dioses para visitar el mundo. Tanizaki, en su pequeño ensayo elogiando la penumbra, habla de esos artistas de lo cotidiano que se ocupan de cómo debemos acondicionar los aseos o elegir el lugar más idóneo para contemplar la luna. Creo que a todos los premiados esta tarde nos gustaria parecernos a ellos. Un grupo de personas que han hecho de los bosques su jardín secreto, un músico que no quiere que en los pueblos se deje de cantar y bailar, un humanista que a través de sus libros sigue dialogando con los desaparecidos, un pintor que nos enseña a mirar lo que no sabíamos ver, una deportista que ama la callada nobleza de las artes de lucha orientales, un filántropo que se ocupa de atender a los más desfavorecidos, un médico que se asoma cada día al río oscuro de nuestra sangre, un simple narrador de historias disparatadas. Lo nuestro no son los grandes proyectos, no hablamos para la historia, ni depende de nosotros el estado de la bolsa o los cálculos de los poderosos. Nuestro mundo es el mundo de esas artes humildes que se ocupan de cuidar un jardín, preparar un ramo, yuxtaponer los tejidos, embalar un paquete o servir el té. ¿Es poco esto? Creo que no, pues es a esas ocupaciones a las que corresponde la tarea más necesaria: hacer más bella y noble la vida común.
    Cuenta Natalia Ginzburg, en uno de sus libros, que deberíamos enseñar a nuestros hijos las grandes virtudes en vez de las pequeñas. “No el ahorro sino la generosidad y la indiferencia ante el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber”. De esas grandes virtudes hablaba mi cuento de esta tarde. Sólo me queda agradecerles, en nombre de todos los premiados, que lo hayan querido escuchar.

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