El diplomático y escritor José María Ridao reflexionaba el pasado domingo en El País sobre la sempiterna y falaz idea de la crisis de la izquierda:
"La izquierda sin crisis
La supuesta crisis de la izquierda democrática se ha convertido en una de las letanías más persistentes del discurso político actual. Como toda fórmula que pretende borrar la frontera entre el análisis y la consigna, la idea de que la izquierda democrática está en crisis se ha venido construyendo durante los últimos años a partir de datos heterogéneos a los que, no obstante, se les impone un sentido único, de manera que corroboren la conclusión de la que ya se dispone de antemano: si un partido conservador gana las elecciones en algún país europeo se confirma la crisis de la izquierda democrática, pero si las gana un partido socialdemócrata, esa victoria ni cuenta ni se procesa. Primero fueron los medios políticos e intelectuales del bando conservador los que proclamaron que la izquierda democrática estaba en crisis, poniendo arbitrariamente en su cuenta actitudes y fenómenos que, como los populismos de América Latina, permiten desacreditar las posiciones democráticas mediante una estrategia similar a la que, en la España del siglo XVIII, los ilustrados perseguidos por la Inquisición denominaban falacia de accidente: no se combate lo que la izquierda democrática dice, se combate lo que convendría que dijera para que sirvan en su contra unos argumentos prefabricados y que, de contestar a alguien, contestan a quienes rechazan la democracia, no a quienes defienden a la izquierda.
Pero es que ahora, además, son algunos medios políticos e intelectuales de la izquierda democrática los que han asumido que, en efecto, están en crisis, reconociendo como una evidencia lo que no es más que una consigna de los conservadores, a los que se les ha concedido, así, una victoria decisiva, una victoria cargada de indeseables consecuencias. La principal, la de no dejar a la izquierda democrática otras salidas que las que hoy proliferan y que, en efecto, conducen a la crisis y a la irrelevancia: o bien la izquierda democrática se refugia en mitos que no son más que la nostálgica canonización de viejos disparates autoritarios, o bien se lanza a una carrera de especulaciones acerca del futuro del mundo.
Entretanto, y aprovechándose de esta desatención hacia el sistema democrático tal y como es, tal y como hoy existe, con sus derechos políticos y también con sus derechos sociales, los conservadores encuentran el camino despejado para presentarse como sus defensores más realistas y, por tanto, para hacer con él lo que más convenga a sus proyectos y sus intereses. Resulta desconcertante comprobar cuántas conquistas de la igualdad ante la ley o de la protección pública de los más débiles han sido cuestionadas durante estos años, mientras la izquierda democrática se ensimismaba en fórmulas como no se sabe qué republicanismos o democracias deliberativas, no se sabe qué improbables Gobiernos mundiales de la globalización, convencida de que su supuesta crisis exigía no tanto defender un sistema que es en gran parte obra suya como consagrarse a imaginar sistemas sólo mejores sobre el papel, pero decididamente inconcretos y, por eso mismo, irrealizables. La izquierda democrática está siendo víctima de la paradoja de que si se quiere ser pragmático y eficaz en las políticas hay que ser radical e implacable en los análisis. Porque si se es pragmático, si se es complaciente en los análisis, las políticas no sólo se condenan a ser radicales, sino también, y sobre todo, ineficaces.
Lo que los medios políticos e intelectuales del bando conservador llaman la crisis de la izquierda democrática, una idea ahora asumida por los propios afectados, no es más que un sutil pero trascendental cambio de papeles en el que unos, los conservadores, ocultan su nueva función de revisar un sistema que ha integrado como algo propio el principio de igualdad y la protección pública de los más débiles, y otros, los partidarios de la izquierda democrática, se niegan por inercia a asumir que su tarea inexcusable es defenderlo. A diferencia de lo que ocurría tras la II Guerra Mundial, cuando el Estado de bienestar debía ir consolidándose como un modelo inseparable del Estado de derecho, de la noción de ciudadanía, la izquierda democrática no gestiona hoy en Europa una aspiración, sino una victoria.
Parcial y limitada como todas las victorias, pero una victoria que ha transformado la sociedad y de la que se han beneficiado millones de individuos que, en otras circunstancias, estaban condenados a la exclusión y la miseria. Y, sobre todo, una victoria conseguida por medios pacíficos, humanos e institucionales, erigida sobre el apoyo libre y mayoritario de los ciudadanos y no en tenebrosas invocaciones al pueblo y al poder redentor de las armas, bajo las que se han amparado atrocidades de las que ese mismo pueblo ha sido la primera víctima. La crisis de la izquierda democrática no es más que la constatación tautológica de que, en efecto, la izquierda democrática no debería estar hoy al asalto político de ninguna fortaleza, sino defendiendo esa fortaleza del asalto político de los conservadores.
Sólo los más obtusos pueden imaginar que sugerir a la izquierda democrática que lo que hoy le corresponde es gestionar una victoria, no una aspiración, equivale a defender el inmovilismo o, en otras palabras, una variante timorata del fin de la historia, una variante para conformistas que no se atreven a llevar la transformación de la sociedad hasta sus últimas consecuencias y prefieren plantarse a mitad de recorrido. Este reproche parte de un equívoco propio de quienes viven en la nostalgia permanente del absoluto y, por ello, sólo son capaces de formularse el qué pero nunca el cómo. El Estado de bienestar como modelo inseparable del Estado de derecho, de la noción de ciudadanía, no es el punto de llegada de ningún camino. Pero no porque se trate tampoco de ninguna estación intermedia, sino porque es otra cosa: un instrumento. Es decir, no se trata de una respuesta al qué, sino de una respuesta al cómo, a la que la izquierda democrática, la izquierda desentendida de cualquier nostalgia del absoluto, realizó una contribución insustituible en el siglo XX. Las insoportables desigualdades que ese instrumento ha conseguido corregir en el pasado ya están corregidas, y nada más cabe decir salvo consolidar el éxito. Pero a la vista está que existen otras desigualdades, y la controversia política que hoy enfrenta a los conservadores y la izquierda democrática, la batalla que dirimen en torno a la fortaleza que unos asaltan y otros deberían defender, es la de identificar con rigor cuáles son las desigualdades que persisten y, a continuación, adecuar a ellas el instrumento.
Por esta razón, la izquierda comete un doble error cuando adopta medidas que intentan esconder el simple electoralismo bajo la apariencia de orientar el Estado de bienestar hacia las desigualdades que persisten; un doble error, porque, primero, corre el riesgo de comprometer la viabilidad de un instrumento que sigue siendo imprescindible para alcanzar el objetivo de la igualdad y de la protección pública de los más débiles y, segundo, porque legitima a los conservadores para que, también por razones electorales, pueda llevar a cabo una severa contrarreforma, argumentando que la inviabilidad del instrumento es consecuencia de la inviabilidad de los fines que persigue.
Una de las pruebas de que algunas de las medidas propuestas desde la izquierda en el poder, por ejemplo, en España, tienen que ver con el interés electoral y no con la reforma rigurosa del Estado de bienestar es que, ante cualquier crítica, ante cualquier discrepancia, ha reaccionado como reaccionan los conservadores cuando la idea de nación se utiliza para reclamar el voto. Para los conservadores, sólo es español quien asume sin rechistar sus políticas. Para la izquierda en el poder, sólo se pueden considerar en la izquierda quienes aplaudan disciplinadamente las suyas. Tantas palabras sonoras, tantos compromisos solemnes para terminar echando mano del marketing político que, lo mismo en un campo que en el otro, exige hacer de cada ciudadano un maniqueo. Un maniqueo, es decir, alguien que valora menos su libertad que su pertenencia a una facción."
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